11 de enero de 2012

Testimonios de Valor

Muchas veces vamos por la vida y encontramos situaciones y personas que se nos muestran como una puerta a un mundo diferente y desconocido. Entonces, de sólo mirar por el umbral  todo nuestro panorama y hasta nuestra cosmovisión cambia por completo.
En una reciente experiencia hospitalaria en la cual acompañaba a mi hija, que estaba internada, tuve esta particular vivencia,  conociendo y compartiendo con personas que dejan de lado su vida propia para “mudarse” al hospital donde permanecen día y noche, en la espera de poder ingresar a ver a su familiar y decirle algunas palabras de aliento al oído, o recibir la noticia nefasta y estrechar su mano en el momento final. Su capacidad de sacrificio me sobrecogió y me puso en contacto con una realidad que debe ser familiar para muchos pero era inexistente para mí.
Para no hacer de esta entrada algo muy tedioso, sólo compartiré mi recuerdo de dos de estas personas.

Nora
Al momento de conocerla llevaba más de dos años acompañando a su hija, quien hace cinco padece  una enfermedad verdaderamente devastadora: Esclerosis Lateral Amiotrófica, más conocida como ELA. Éste es un proceso degenerativo que va paralizando todos los músculos del cuerpo, reduciendo al paciente a un estado de conciencia mientras sólo puede mover los ojos.  Su “paciente” (así se refieren hacia las personas a quienes “cuidan”) tenía familia, esposo e hijos, que sufrían mucho por el estado de salud, irreversible, de esta mujer, pero es ella, su madre, quien asumió voluntariamente la tarea de acompañarla en el tramo más difícil, el de la inmovilidad total que impide el habla y hasta la respiración, por lo que el internamiento es forzoso para darle las atenciones necesarias.
Desde entonces el área para las visitas de este piso del hospital es su hogar. Ahí teje, conversa, se asea, se cambia, imparte consejos, escucha las penas y hace amigos entre otras mujeres que pasan por el mismo trance o entre el personal médico y auxiliar que desfila ante sus ojos, día tras día. En la noche dormía en un colchón inflable que le autorizaron a colocar en el hall, aunque cuando yo estuve ahí estaba pasando algunas de las noches con su familia. Como ella conocí a dos mujeres más jóvenes, cuya única afinidad era ser cuidadoras, una de su cuñada y la otra de su hermana,  pero unidas en el dolor compartían en las noches un colchón inflable y con gran generosidad me prestaron otro (que me supo a gloria, ya que las otras noches no tuve tanta suerte y tuve que dormir en una banca de madera). En la mañana, luego de asearse y cambiarse de ropa, guardan todos sus efectos personales (desde jabón hasta la piyama o un termo para el café) en bolsas dónde no sé cómo hacen para que quepa todo,  que guardan mágicamente tras las bancas, escondiendo en ellas su vida nocturna de amorosas cuidadoras de la esperanza.
Conversar con Nora es entrar en contacto con la piedad y la sabiduría de sus sesenta años, la resignación ante lo inevitable y el optimismo del día a día. Su voz es dulce y su hablar muy prudente, sin embargo comparte alegría y entusiasmo con la misma facilidad que secretos de cocina o medicina natural, pero cuando habla de su hija su voz cambia de tono y su rostro se baña de tristeza, pues conoce claramente que su destino es acompañar a morir a quien le está dedicando sus días, pese a su edad avanzada y la vida que sigue corriendo a su lado. Mientras tanto le da su tiempo y su cariño infinito a la espera de los fugaces momentos en que le permiten, fuera de horario, entrar para que su hija la vea, para que sepa que no está sola, que sigue rodeada de su amor, hasta que el destino juegue su última carta y cierre la partida.
“Las madres como yo no tenemos jubilación”, me dice, y es cierto. Y podríamos agregar “ni vacaciones o feriados”. Me pregunto si pasó la Navidad con los suyos, cosa que había ofrecido si la familia de su hija trasladaba su Navidad a la habitación de la enferma.  “Mi deber es estar donde más me necesiten”, es su lema, y creo que mujeres como ella se necesitan siempre… en todas partes.

Marcelo
Con nombre italiano (se pronuncia “Marchelo”), es un hombre alto y fuerte, de mediana edad y espíritu galante y entusiasta, dueño de un “kiosco” en el interior del primer piso del hospital, en el que vende desde golosinas y gaseosas hasta pañales, lapiceros, pasta de dientes o navajas de afeitar (mi corta estancia no me permitió conocer que otras cosas necesarias tenía para salvar las mil y una necesidades de quienes la hospitalización sorprende desprevenidos o quienes pese a todo requieren insumos al momento).
Cuando me acerqué a comprar por primera vez me impresionó su rapidez para atender tanto como su amabilidad, y es tal su eficiencia y dominio de su oficio que no me percaté de un detalle bastante importante: es invidente.
Sin más ayuda que un orden sistemático y meticuloso unido a la habilidad desarrollada con el tiempo y la perseverancia, Marcelo (recordar que es con “ch”) trabaja solo, lleva la mercadería desde su casa, acomoda con pericia sus artículos y vende todo el día con tal destreza que daría envidia a comerciantes que pueden ver y no atienden ni la mitad de bien. Fue un placer decírselo y conversar unos breves momentos con él.
La segunda vez que fui a comprar, en medio del trajín hospitalario y sus afanes comerciales, reconoció mi voz y recordó mi nombre, regalándome una alegría indescriptible. Y es que es así, su calidad de persona rebasa no sólo su limitación física sino la espiritual de tantas personas que pueden ver y no se interesan por mirar, menos aún por entrar en contacto con el otro.
Pero su habilidad no es invulnerable, y personas inescrupulosas (dicen por ahí que fueron empleadas del  propio centro hospitalario) le han dado en dos ocasiones billetes falsos, ocasionándole una pérdida económica  y una  tristeza muy grande, aunque no lo suficientemente grande como para mellar su confianza en el futuro, su conocimiento de sí mismo, su esperanza en Dios y su conciencia de que no hay incapacidad física que no pueda superar la fuerza del corazón.

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2 comentarios:

  1. Que importante es que alguien como tu, sensible al ser humano, se haya percatado de estas dos personas tan especiales a las cuales conociste sin proponertelo. Cuanta gente las ha visto sin darse cuenta que eran seres humanos igual que ellas? Tu eres valiosa!!

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  2. Gracias por el apoyo (¡mi autoestima está de fiesta por tu causa!) pero creo que lo importante es la participación, el compartir ideas, que nos va dando temas sobre los cuales reflexionar, aprender y, tal vez, crecer.
    Gracias por tus comentarios. Te esperamos siempre por aquí.

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