1 de abril de 2011

Encuentro en Pacasmayo

El hombre era muy extraño y tal vez por eso me intrigaba. No miraba a nadie en particular pero a la vez  movía sus ojos constantemente, sin enfocarlos en ninguna parte, mientras recitaba una especie de monótono parlamento en el que pedía caridad. Sin embargo miraba directamente al rostro cuando alguien se le acercaba, aunque en realidad sólo fueran personas que querían pasar delante de él por la vereda en la que se encontraba, obstaculizando el paso, de pie frente a la entrada de la pequeña estación del bus, la misma donde yo esperaba para ir de vuelta a mi ciudad y mi hogar. Aunque voy una vez al mes a Pacasmayo y uso la misma agencia de transportes, nunca antes lo había visto.
“A ver quiénes deseen ayudarme, los que quieran aportar, los que desean ayudar… a ver quiénes deseen ayudarme, los que quieran aportar…”. Era un monólogo continuo, incasable, que repetía sin ton ni son aún cuando nadie, absolutamente nadie,  parecía hacerle caso en lo absoluto. Joven y con una barba de dos días, se paraba muy erguido sobre zapatillas de lona limpias pero muy gastadas, sosteniendo una arrugada bolsa de caramelos con una mano mientras introducía en ella la otra, hurgando en las golosinas casi como un reflejo, como haría un muñeco de cuerda, moviendo los dedos un poco para luego volverlos a sacar para extender otra vez la mano, implorando ayuda... y vuelta a empezar. 

También era algo peculiar la forma cómo miraba a la cara de algún pasajero que, como yo, luego de esperar por el bus  que no llegaba  decidía salir  a la calle en busca de un periódico o algo de comer, pero que pese a la cantaleta interminable del hombrecillo y de que buscara con sus ojos los del otro, pasaba de frente, sin mirarlo. En más de diez minutos que estuve observándolo, nadie lo miró ni le dio nada.
Desde mi sitio lo examinaba y pensaba en quién sería, cómo sería su vida. Creo que fue alguna estudió en un colegio en el que fue aplicado y responsable y por ello reconocido y amado, pienso que creció en un hogar donde cuidaban de él sin que pidiera nada a nadie. La prolijidad de su indumentaria, vieja y sin apego por la moda pero limpia y planchada, indicaban un hogar con interés por la pulcritud y la limpieza. Su forma de hablar, de otro lado, evidenciaba una educación esmerada, aunque sus palabras sólo mostraran a un loco. Creo que el sentido de la realidad se trastocó un día  en su mente, en un simple instante brutal, esos en los que el ser humano no puede más y se rinde, dejando el control a nadie, a la rutina, al instinto de conservación, dando nacimiento a este espíritu mendigante que de vez en cuando sospecho recordaba que una vez fue persona, que fue amada, que era digno, como tantas de esas personas que pasaban sin mirarlo.  Tal vez fue un proceso lento, imperceptible, que se gestó en el abandono y la soledad, y que sólo fue evidente cuando estaba concluido y resultaba irremediable, como la muerte.
Por alguna razón su imagen patética me movió a la compasión y su triste estribillo, del que nadie hacía caso, comenzó a hacerme gracia. En un momento, casi sin pensarlo, superé mi apatía, quizás mezclada con un poco de temor, y me dirigí hacia él con la intención de darle unas monedas y salir de ahí rápidamente a buscar algo que comprar en la bodega, para consumirlo en las dos largas horas que me esperaban de trayecto hasta Trujillo. Cuando llegué donde él estaba rápidamente puse en su mano extendida unas monedas y entonces de inmediato, y mirándome, el hombrecillo me ofreció algunos caramelos. “No, gracias”, le dije, “no como caramelos”, a lo que, desconcertado, no supo qué decir. Cuando ya iniciaba mis pasos en busca de una bodega, escuché un débil “gracias” a mi espalda, a lo que contesté con un “no hay de qué”, sin voltear.
Unos momentos después volví a mi asiento en la estación, mirando de reojo al hombre, que seguí imperturbable  frente a la puerta: “A ver quiénes deseen ayudarme, los que quieran aportar, los que desean ayudar… a ver quiénes deseen ayudarme, los que quieran aportar…”.
Cuando el bus finalmente llegó y nos anunciaron que debíamos subir, salí de la estación dejando tras de  mí al extraño hombrecillo con su bolsa de caramelos, su tristeza y su discurso inútil. Mientras hacía cola para subir me animé a mirarlo, como tratando de fijar su imagen por última vez en mi memoria, y tal vez de alguna forma, en mi corazón. Cuando lo vi, al otro lado de la calle, él, un poco volteado,  me estaba mirando y con una sonrisa, o algo parecido, me dijo alzando su voz: “que tenga buen viaje”.  Yo no esperaba algo así y no supe qué responder. Entre la emoción y desconcierto sólo atiné a decir: “gracias, que le vaya bien”. Mi sonrisa respondió a la suya y sin darme cuenta ya me encontraba frente a la puerta del bus, subiendo la escalerilla y buscando mi asiento, el diecisiete.
Aunque dentro del bus no podía escucharlo, al mirar por la ventanilla vi por sus movimiento que seguía con su gastado estribillo esperando la caridad de gente que no sólo no lo escuchaba sino que ni siquiera lo veía. 
Una pena profunda y una gran sensación de soledad llenó mi alma. Unos minutos después el bus arrancó. Jamás lo he vuelto a ver.

1 comentario:

  1. Me encantó este encuentro con el hombre de los dulces. Cuantas personas somos simplemente invisibles a otros. Lo importante es recuperar nuestros ojos para mirar a los demás y al mundo maravilloso que nos rodea.
    Gracias Luzma por el artículo y la reflexión.
    Maricucha

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