Lo último que pensé alguna vez era que estaría escribiendo sobre la muerte de Alan García. No sólo porque la extraordinaria corrupción de nuestros políticos no merece el trabajo de escribir un post, porque no me gusta hablar de los apristas en general, y menos de su líder, que nos vendió en pedazos y cuya corrupción sólo ha sido superada por el Fujimontesinismo, sinpo porque la posibilidad de su encarcelamiento era algo demasiado fantástico, utópico, rayando en lo imposible, pero... ¿su suicidio? Eso jamás estuvo ni en mi imaginación más febril. Y para la gran mayoría de peruanos ha sido igual. Era más viable que los Avengers cobraran vida a que Alan recurriera al suicidio en lugar de sus mil jugadas político-judiciales, como lo viene haciendo hace décadas, con lamentable éxito.
Fuera de los borregos que nunca faltan, esos que siguen dando palmas a cualquier "líder" político sin cuestionar sus valores ni su conducta y son un ciego que no quiere ver las abrumadoras pruebas de su culpabilidad en delitos desde el robo y la corrupción hasta el asesinato, la población quedó verdaderamente anonadada con la noticia de que Alan García, el ego más grande de la historia peruana contemporánea, el que se reía de todo y de todos, el bipolar, el que pasaba de cautivar a las masas a patear en el trasero al pobre ingenuo que se atreviera a ponerse delante de él en un desfile, tapándolo sin querer, el que disponía matanzas ilegales y salía libre de polvo y paja... ése Alan... ése al que conocíamos bien, se había disparado en la cabeza. ¿Qué? ¿es una broma? ¡¡Alan no es de los que se matan!!