Tal vez hoy soy presa de la tristeza y la decepción en la Humanidad, y me disculpo por ello. Pero a veces este duro pellejo permite sentir. Y es doloroso y triste. Es vergonzoso. Las diferencias de los hombres no sólo se dan por las fronteras, sino, sobre todo, por modos de pensar, por
creencias, por la forma como las personas creemos que debe ser el mundo.
Sea en
lo económico, en lo legal, en los derechos más fundamentales, al parecer las
personas nunca nos pondremos de acuerdo, al menos no todas. Y es ése el origen de nuestros mayores conflictos: respetar las diferencias con los demás
(y de los demás con uno) o luchar por imponer nuestras ideas a los demás.
Cuando
pensamos que el mundo sucumbe herido de muerte por los intereses materialistas,
las ambiciones desmedidas, el odio, el egoísmo, el deseo de imponer patrones morales a otros que no piensan igual, la indiferencia que nos mata... no estamos desenfocados, pero
no nos remontamos al origen: ¿qué genera esas respuestas sociales?
Aunque nos
enseñen que las personas somos todas iguales en dignidad y derechos, sin
importar las diferencias de cultura, raza, credo o género, la vida cotidiana
nos dice lo contrario: una tendencia natural a identificarnos con los iguales,
a sentirnos seguros en el grupo en el encuentro patrones compartidos, genera a
su vez antagonismo con los demás. Cómo actuemos de ahí en adelante, puede
terminar en una actitud de respeto aunque no de aceptación, en una tolerancia que permite una convivencia pacífica y armoniosa, o en una lucha de
interminable violencia.