9 de agosto de 2011

El Sistema de Salud está para enfermarse...

Después de una ausencia motivada por trabajo y una salud con altibajos, volvemos a la carga, aunque con siete puntos en la cabeza, luego de una estrepitosa caída que me dio pie para este post. 

Día miércoles en la madrugada (una de la mañana aproximadamente), me baja la presión al subsuelo, pierdo el conocimiento y me golpeo fuertemente la cabeza. Luego del shock inicial (no cuento los pormenores del trauma que tiene mi familia tras auxiliarme, por delicadeza) me llevan al hospital del seguro social (EsSalud) más cercano, en este caso, Albretch (en Trujillo, Perú). Ahí, luego de despertar al cirujano de Emergencia y vencer su resistencia inicial, me atiende y luego de coserme la herida me deriva rápidamente al hospital principal, Víctor Lazarte Echegaray, para la debida revisión por un neurocirujano (especialidad que no tiene ese centro asistencial) dado que era golpe en la cabeza, lo que fue una tranquilidad pues es el centro médico del Estado más equipado y recomendable en una emergencia.

Para quienes no sean de mi ciudad o país, debo decir que Trujillo es la segunda área metropolitana más poblada del Perú,  a la fecha debe pasar largamente el millón de habitantes, y está ubicada en la costa norte (http://es.wikipedia.org/wiki/Trujillo_(Per%C3%BA)#Poblaci.C3.B3n).
Volviendo al tema, llegué en ambulancia y me llevan a "Emergencia-Cirugía". Hasta ahí todo bien. El caso es que una "interna" (es decir, una estudiante que está haciendo su internado antes de graduarse de médico) me recibió y me dijo que estaba bien (debe tener dotes de adivina porque ni la presión me habían tomado) y que como no había neurocirujano de retén ni de guardia me tomarían placas radiográficas, una muestra de sangre y tendría que quedarme en observación hasta las 8:30 a.m. En ese punto imaginé que me darían una cama en algún sitio, sin embargo, el sistema era algo distinto. Me dieron una camilla y un pedazo de pared. Sí, un pedazo de pared. ¿Qué significa eso? Que la camilla en la que me habían atendido la sacaron del cuarto y la pusieron, muy pegadita a la pared, al lado de la puerta.... y ahí me dejaron. En un momento indeterminado me llevaron a Rayos X y en otro me tomaron una muestra de sangre… y sanseacabó.

Afortunadamente mi esposo había mandado traer de casa algunas mantas abrigadoras pues hacía mucho frío y cuando pedimos una frazada nos miraron como si hubiéramos pedido un unicornio, así que entre eso y una casaca gruesa (otra hecha un bollito hizo las veces de almohada) me abrigaron y... a esperar. Poco después alguien me tomó la presión y acabó con eso la "evaluación" del paciente. Como me sentía muy mal pedí un recipiente para un eventual “retorno” de mis alimentos (¿han visto que elegancia de eufemismo para no usar el verbo vomitar?). En poco pasé del dicho al hecho y mi primer envío se fue directo al mismísimo suelo. Luego llegó la popular “riñonera” elaborada con una botella plástica de suero a la que se le corta un lado y se usa, horizontal, como recipiente de fluidos (¿no hay un concurso de eufemismos en algún sitio?) y cumplió su labor.  Entre los efectos del golpe me sentía tan mal que me iba quedando dormida por momentos y no tenía fuerza ni para mirar alrededor, así que no he tenido conciencia clara del paso del tiempo como sí tuvo mi esposo, que se quedó conmigo de principio a fin, y que para poder descansar algunos minutos tenía que salir al patio de estacionamiento (a la intemperie, en medio del viento y la humedad de la noche) para poder sentarse en una silla, pues cuando estaba conmigo, en el pasillo,  tenía que estar rigurosamente de pie. Sólo me acompañó toda la noche el quejido lastimero de una anciana con Alzheimer que cada dos por tres lanzaba sentidos “Aaaaayyyyyy“,  como si la estuvieran destripando viva,  sólo consecuencia de su enfermedad mental y de que no hubiera otro sitio dónde ponerla que el mismo pasillo que compartíamos con otros heridos o enfermos admitidos por  Emergencia y que excedíamos la capacidad de camas de ese servicio que, evidentemente, ha colapsado hace mucho y debe reestructurarse de inmediato.

Felizmente dicen que todo llega al que sabe esperar. Llegó la hora anunciada, los médicos y enfermeras, practicantes y asistentes pululaban por doquier, el silencio nocturno (si no contamos los quejidos de mi vecina) fue reemplazado por el bullicio normal de todo centro hospitalario, y comenzamos a esperar la visita del galeno. Dieron las 8:30, 9:00, 9:30, 10:00 a.m. y el médico no se asomaba.  Un poco después de las 9:00 a.m. me habían “trasladado” (léase que mi esposo empujó mi camilla bajo la dirección de la enfermera de un sitio al otro) hasta una especie de pasillo más ancho y corto, en que sólo había cuatro camillas. Era, me imagino, el penthouse de las camillas. Ahí pude ver que ya cada lugar en el que se estaciona una camilla tiene un número y hasta un colgador permanente en la pared para el suero y demás accesorios, como si fuera una cama en un cuarto de verdad. A la hora de vaciar la vejiga tuve que usar mis mantas como “carpa” y cubrirme tanto como era posible para realizar mis necesidades lo más privadamente que se pudiera, lo que logré con el auxilio de la también muy popular “chata” y mi familia que fue una maravilla, como siempre. Con todo ese apoyo la primera vez fue difícil y la segunda casi un chiste. Como dicen los niños: “¡Papayita!”. Al menos en este ambiente no sentí pasar junto a mí cientos de personas a lo largo de la mañana ni sufrí la mirada curiosa e indiferente del público que por ahí transita con mil y un motivos, como sí lo sufrió el resto de pacientes que quedó en las camillas del pasillo.

Luego de convencer a mi esposo de que pelearse con el primero que se asomara, como era su intención, no tenía mucho  de ganancia, se fue en busca de un médico o al menos una respuesta más allá de la “hay que esperar al doctor” que las enfermeras repiten como jaculatoria. A su regreso me enteré que no había neurocirujano hasta la una de la tarde, porque el único que estaba de turno estaba operando. Debo añadir que en mi situación había cuatro pacientes más, esperando por una evaluación, un diagnóstico o al menos  una muestra de compasión. Cuando el cirujano me evaluó y determinó que si resistía el alimento podían darme de alta para atenderme luego por consultorio, respiré aliviada y me dispuse a esperar el almuerzo. Eran las dos de la tarde y tenía algo de hambre. Pese a que me había indicado “dieta completa” un rato después sólo recibí una taza de caldo con fideos y una mazamorra de maicena y un lejano sabor a manzana, que debí sostener en las piernas pues las bandejas metálicas eran para los afortunados que podían recibir algo que se pudiera masticar (y que aprovechen porque dentro de poco la comida la servirán en riñoneras re-recicladas).

Cuando fui al único baño para esa área, para cambiarme la piyama y salir un poco más decente, al menos con zapatillas y un jean, pude ver cómo los pasillos donde dejé pacientes en la madrugada se habían hacinado totalmente y era hasta difícil caminar. Ancianos,  jóvenes y adultos, todos aquejados de males diversos yacían en ambas paredes del pasillo como si fueran víctimas de un desastre natural o un accidente masivo. Pero no había tal. Todos éramos trabajadores que aportamos al seguro social puntualmente y cuando requerimos su participación, tenemos una atención que a duras penas se puede llamar así. En el baño, por su parte, maloliente y descuidado, se veían un gancho de alambre que colgaba de un cable de luz  desprendido del techo ex profeso para colgar de él a su vez los frascos de suero de los pacientes mientras se ocupan de sus menesteres. No sigo porque para muestra basta un botón.

Yo sé que a nadie le gusta estar en un hospital, pero años atrás, hablemos por ejemplo de antes de que llegara el recién saliente gobierno aprista del “Gordo vago”, por no ir más lejos,  ese centro hospitalario era un hospital, con deficiencias como todo servicio público del tercer mundo, pero no una gran “posta” como es ahora, en la que abunda el sufrimiento y la indiferencia. Sé por fuentes cercanas que los médicos ya no saben qué hacer pues trabajar en esas condiciones no sólo es desesperante y deprimente para los pacientes, sino que les resulta demasiado estresante a los mismos profesionales de la salud, que reciben las quejas pero no tienen salida que ofrecer, pues su labor diaria pasa por una serie de limitaciones mucho más importantes para la vida y la salud, como es el caso del instrumental, los insumos, los materiales de cirugía, el personal  y otros aspectos que determinan de forma directa la recuperación de un paciente o su penuria y agravamiento, con posterior muerte en muchos casos. Cuando se anuncian huelgas de médicos del sistema de seguridad social o de salud pública, siempre pensé que era un extremo de profesionales que aprovechan para mejorar su sueldo. Creo que después de lo vivido no podré pecar de semejante ligereza y me interesaré más en el tema.

Realmente fue un alivio que me dieran de alta. Ojalá el nuevo gobierno que ha llegado al país pueda también curar al sistema de salud pública y luego de un tiempo le dé de alta, entregándonos uno que nos permita curar y no que nos enferme de sólo verlo. 

1 comentario:

  1. Me cuenta una amiga que en algunas áreas la superpoblación ha ocasionado el cierre del los servicios sanitarios, es decir, se ha clausurado el baño para poner en su lugar... una cama.
    De Ripley.

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